Publicado en Caras y Caretas
Por Boyanovsky Bazán
No hay nada más inútil que buscar utilidad en lo que no es, en esencia, útil. Y la filosofía no lo es. Apenas sirve para mejorar los modos de pensar. Y pensar, el solo pensar, tampoco parece tener mucha utilidad por sí mismo. Pero más allá de su utilidad o no, ¿quién puede dejar de pensar? Ya lo dijo Descartes. “Soy una cosa que piensa.” El presidente Milei piensa. Todo el tiempo. Y sus pensamientos, los que nos llegan porque los verbaliza ya que aquellos que no salen de su mente jamás los conoceremos los mortales, no parecen pensamientos filosóficos. La filosofía y el presidente, y por extensión el gobierno, no se llevan. Quedó claro. Está en guerra con aquello que los griegos llamaban el lógos, conceptualizado más tarde como el “pensamiento racional”. Milei hace gala de su falta de compromiso con la verdad y su antisocrático rechazo al aprendizaje de la propia ignorancia. Platón creía que el gobierno ideal debía estar encabezado por un rey (monarca, regente o presidente) sabio, filósofo. Ese hombre sabio debía amar la sabiduría, es decir la filosofía, lo cual es tautológico porque filosofía ya es amar la sabiduría. Nuestro presidente, con furia y orgullosa evidencia, no ama la filosofía.
Filosofía y Letras
La noche anterior al cumpleaños 54, una asociación de periodistas le dio el premio al mejor guion a la película Puan, por su historia situada en la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA (conocida así por la calle donde se encuentra ubicada). Esta facultad donde entre otras se dictan las carreras de Filosofía y de Letras, que para sorpresa de algunos que hablan por la tele –y gracias a Dios, o al motor inmóvil– son dos carreras separadas, fue de las más denostadas por el gobierno y sus voceros. El que subió a decir “Gracias, Aptra” fue el decano de “Filo”, Ricardo Manetti, para defender la autonomía y criticar el vaciamiento presupuestario. Y los marxistas de la platea cantaron “Universidad de los trabajadores”. Adoctrinamiento extraclaustros.
Mientras docentes y alumnos se imponían –y lo siguen haciendo– en defensa del presupuesto y la educación pública, Manetti era blanco de ataques oficialistas para afirmar que las carreras que se dictan en Puan son inservibles, los alumnos son vagos fumaporro que no estudian, y aun así gozan de presupuestos millonarios. No solo desde la propaladora digital-anónima-subsidiada, sino también de parte de voceros oficiosos como el diputado provincial Agustín Romo, que aseguró en X que “nada bueno puede salir de ese antro”, o el diputado nacional Eduardo Falcone (MID), que puso en duda si “Filosofía y Letras” era una (otra vez, una) carrera digna de ser financiada en tiempos de reforma libertaria. Continuó con la periodista de investigación Guadalupe Vázquez mostrando unas placas de TN con supuesta procedencia de la Secretaría de Educación, pidiendo explicaciones a Manetti sobre su ineficiencia: “Avísenle que la mejor defensa que puede hacer es explicar por qué si su facultad es la quinta que más fondos recibe, casi un 40 por ciento de sus ‘alumnos’ tiene cero materias aprobadas”, tuiteó. Acaso será de las facultades que más fondos recibe por ser una de las que más carreras dicta (diez, superando a Derecho y Sociales). Por lo demás, no hay forma de que los alumnos tengan cero materias aprobadas, porque al cabo de un año de no aprobar al menos dos, pierden la condición de regular, por tanto no pueden estar en ninguna estadística. Esa cláusula figura en el reglamento y no hace falta estudiar Filosofía o Letras para saberlo.
Un leviatán con tentáculos
Para lo que sí puede servir estudiar un poco de filosofía es para invocar correctamente al Leviatán, un monstruo nombrado en la Biblia y recreado luego por Thomas Hobbes (1588-1679) para su obra cumbre, pilar de la filosofía política. Ninguno de ambos era un ser con tentáculos, ni múltiples ni simples, ni con cien cabezas, como dijo el presidente en sus discursos ante la ONU y en un encuentro de la fintech Ualá.
El leviatán bíblico era una gran serpiente marina y su nombre hebreo (liwyatan) refería a su cuerpo “enrollado”, como lo confirma una sencilla búsqueda cruzada en internet. Dice Isaías 27:1: “El Señor castigará con su espada inflexible, grande y poderosa, a Leviatán, serpiente huidiza, a Leviatán, serpiente tortuosa, Y matará al dragón que vive en el mar”. Más tarde, la lengua hebrea tomó esa palabra para significar “ballena”, otra clase de monstruo marino, hay que decir, tratado así por Herman Melville en Moby Dick.
Otras versiones lo muestran con múltiples cabezas, aunque no “cien”. Pero el Leviatán político de Hobbes, el que representa al Estado y es mencionado en ese sentido, no solo no tenía tentáculos, sino que tenía brazos, piernas y una cabeza como una persona. Porque se trataba de un ser artificial a semejanza, una máquina política superhumana –aunque mortal– constituida por el conjunto de una sociedad que le autorizaba el poder de gobernar, legislar e impartir justicia, persuadiendo al desobediente con el poder de la espada y castigando al infractor con toda la fuerza de la autoridad otorgada. Imposible que con múltiples tentáculos pretendiera “decidir no solo qué debe hacer cada Estado-Nación, sino también cómo deben vivir todos los ciudadanos del mundo”, como dijo el presidente-no-filósofo. “Así es como pasamos de una organización que perseguía la paz, a una organización que le impone una agenda ideológica a sus miembros, sobre un sinfín de temas, que hacen a la vida del hombre en sociedad”, completó. El Leviatán de Hobbes, advertimos, era justamente el que garantizaba la paz en el Estado, evitando la guerra intestina por el terror que infundía su autoridad. En eso se parece más el gobierno del no-filósofo, con su ministra administradora de violencia institucional que distribuye palos y gases y que encarcela primero y pregunta (veinte días) después, con el claro propósito de amedrentar a una población que pretenden disciplinada a sus planes de transformación libertaria.
Y decimos libertaria y no liberal, como a veces se proclaman, porque, otra vez la maldita filosofía, les daba una lección de la mano de Adam Smith, pionero teorizador del liberalismo económico y padre, entre otros, de la economía política como ciencia, allá por el siglo XVIII. En La riqueza de las naciones, capítulo 1 (“Sobre la división del trabajo”), Smith considera el ser filósofo como un eslabón más de la cadena productiva, capaz de contribuir con su ingenio a los avances en la industria y las nuevas maquinarias. Con absoluta transparencia, Smith describía a estos “llamados filósofos o personas dedicadas a la especulación” como trabajadores “cuyo oficio es no hacer nada pero observarlo todo; por eso mismo, son a menudo capaces de combinar las capacidades de objetos muy lejanos y diferentes”. Ni hablar de un Perón que en 1949 impulsó el Primer Congreso Nacional de Filosofía en Mendoza, con la presencia de grandes personalidades del mundo filosófico y cuyas ponencias finales proponían, entre otras, la creación de una Oficina Nacional de Información Filosófica y un Centro de Altos Estudios Filosóficos, bajo la dependencia del Ministerio de Educación. El resultado de ese Congreso fue el largo discurso en clave filosófica de Perón en el cierre, que terminó compilado bajo el título de La comunidad organizada, pilar de doctrina como pocos. Acaso el presidente-no-filósofo quiera copiar esa gesta, siguiendo la línea de apropiarse del folklore ajeno, como pretende –dicen– hacerlo con las “veinte verdades”. Para eso habrá de vencer su aversión a los conceptos “filosofía” y “comunidad”, que adivinamos que deben repungarle sobremanera.