De alguna manera, todos habían estado esperando la publicación del libro único, porque las ideas de R prometían revelar los secretos de la existencia; y cuando al fin se imprimió, se abalanzaron sobre él como locos. Parecía inevitable, obvio. Sin embargo, algún tiempo antes de eso, R vivía en la grieta, donde no había espacio para ideas trascendentes. Era un sitio oscuro, húmedo y hacinante. Un lugar perfecto para vivir.

Por aquel entonces, R no era capaz de descifrar el proceso mental que requiere la elaboración de una idea, por simple que fuera. Le llegaban, como ráfagas, fragmentos de ideas, y se esfumaban antes de que pudiera interpretarlas. Lo intentaba, pero no lograba retenerlas, y aún así, su vida era motivada por una sucesión de ideas incompletas, que se le escapaban continuamente.

R habitaba la grieta junto con todos los demás. No era importante saber cuántos, mientras la comida alcanzara. Recorrían cada día la extensa superficie del tubo de Venus, en busca de alimento. Siempre había; siempre era suficiente. La producción de comida no era una cuestión que tuvieran que resolver. Grasas, azúcares y almidones. No siempre era de la misma calidad, y lo que se consideraba manjar había que buscarlo en otro sitio, pero la comida rendía para todos, sin importar cuán rápido se reprodujesen.

R nunca había visto el sol cara a cara. Pasaba sus días oculto en la sombra eterna del espacio de ventilación de Venus. Dejaba la grieta sólo cuando era necesario, salía del tubo sólo cuando era seguro. Salir a la luz. Oler el aire limpio del exterior. Tropezar con otros, iguales y extraños. Sucumbir ante las delicias que dan sentido a la vida y a la muerte.

De vez en vez, con algún grupo reducido, iba de expedición. Era peligroso, pero perversamente atractivo. Había que recorrer una distancia quince o veinte veces más extensa que la grieta. Salían de a uno, para no llamar la atención, subiendo primero hasta la abertura del tubo, bajando luego hasta la diagonal. Allí tomaban por el sendero, que tenía rastros de muchas idas y venidas. Era una larga caminata en línea recta, que concluía frente al gigantesco reservorio. Ahí estaba la parte más difícil y arriesgada. Para llegar tenían que cruzar una gran explanada donde se jugaban la vida. La única forma era correr, correr como si el destino de todas las especies de todos los tubos de Venus dependiera de ello.

Las delicias estaban siempre debajo de grandes superficies brillantes y rugosas. De ellas se desprendían los azúcares, deliciosos jugos, gelatinas y golosinas de toda clase y sabor.

En ocasiones, muy raras, había otras delicias de almidón liso, apiladas en grandes bloques contra los rincones. En ese estado de pureza, eran manjares poco frecuentes y muy codiciados. Valía la pena exponerse por ellos. Circulaba en la grieta y en el tubo de Venus, la certeza de que en los interiores había pilas y pilas de manjares lisos. Llegar a los interiores era demasiado arriesgado y estaba prohibido. Por eso, todos iban regularmente.

Fuera de la grieta, todo era arriesgado. A pesar de ser inmortales, eran vulnerables. La primera gran contradicción de su especie. Podían sobrevivir a todos las grandes tragedias, pero estaban frágilmente expuestos a los pequeños imprevistos. Deleitarse con los manjares era tentar esa suerte. Porque era real, las superficies brillantes se elevaban. No había una estadística precisa, era muy incierto determinar exactamente cuándo y porqué. Pero era bien sabido que podía ocurrir mientras comían: de pronto, las superficies brillantes se elevaban y la orgía pantagruélica quedaba horriblemente expuesta. ¡Corrían! Hacia afuera del círculo, con velocidad, hacia los muros y rincones, a trepar las paredes con desesperada torpeza, a seguir la huella que los llevaría de vuelta al tubo de Venus, a la grieta cálida.

Algunos quedaban en el camino, aplastados por la muerte inevitable.

Por otro lado, la llegada al sitio de los manjares podía significar por sí misma, el final. Una muerte invisible, inexplicable, una fuerza destructora que atacaba todos los sentidos en forma creciente. Primero agotaba el ánimo, atenuaba los pasos, un estado de ebriedad hacía perder el equilibrio, desaparecía el horizonte. El aire se volvía hiel, imposible respirarlo. El mundo se ponía de cabezas. Era la muerte de espaldas. Trágica. Estúpida. Sin sentido. Como siempre ha sido la muerte.

Por momentos, la vida parecía difícil para R, y sin embargo era muy sencilla. El mundo había sido creado para ellos. Cabía en todos los rincones, no había sitio al que no pudiera acceder, ya que su cuerpo tenía la medida justa para ingresar por cualquier rendija. El alimento abundaba y era variado. No existían leyes que impidieran caminar cabeza abajo o trepar por los muros. Vivir era nada más procurarse las proteínas suficientes, circular por las colonias, investigar siempre, ocultarse siempre, rodearse de semejantes. Y ese impulso permanente que motorizaba todas las acciones. Procrear. Unirse. Copular. Una y otra vez mientras dure la existencia. Poblar la grieta y todas las grietas hasta llegar al universo.

Esa fuerza inexplicable vibraba en R a cada paso. Fluía dentro como el torrente sanguíneo y lo respetaba sin preguntarse porqué. Solo había un pequeño detalle que no podía comprender: le molestaban las grandes poblaciones. A veces, mientras se rozaba intermitentemente con sus pares, sentía que era mejor la soledad. Era casi un pensamiento borroneado entre el resto de los impulsos cerebrales, que se filtraba sin avisar y estallaba en sus fluidos. Una idea: Periplaneta. Luego, se esfumaba.

Correr. Alimentarse. Seguir una huella. Calor. Luz. Sombras. Sus pensamientos no eran elaborados, sino rudimentarios y directos. Tenían una virtud, eran útiles. Siempre funcionales a una necesidad inmediata. Lo que hacía falta pensar, lo pensaba. Lo que no, no.

Dentro de esa estructura simple del pensamiento, también se cuestionaba la prohibición de buscar manjares a los interiores, ¿por qué? Si era tan peligroso que estaba prohibido, ¿por qué todos entraban y salían constantemente? Se sabía, incluso, que algunos hasta vivían en los interiores. R vivió con una permanente negación natural a los interiores, hasta que cierto día se desprendió de ese sentimiento. No fue porque pasara algo en particular, o porque hubiese tomado una decisión. Simplemente, comenzó a caminar por un desvío en la parte superior del tubo de Venus y llegó hasta una abertura múltiple, que presentaba diversas ranuras por donde ingresar. La conocía porque estaba muy cerca de la grieta. Muchas veces había pasado por allí y sabía que conducía al interior, pero jamás se atrevió a surcarla.

La rodeó una vez, reconociendo sus extremos. Caminó por encima para medir su resistencia. Palpó los bordes de las ranuras con sus apéndices hasta que dejó que parte de éstos pasaran hacia el otro lado. Sintió el aire diferente, vacío. Luego ingresó.

La brecha era lo suficientemente ancha para que su cuerpo se deslizara con comodidad y de inmediato estuvo del otro lado. Percibió una superficie lisa y brillante. Fría, dura también. Comenzó a descender muy despacio. Parecía una gran superficie, y era muy silenciosa.

Siguió bajando, acompañado por su débil reflejo en los paños cristalinos, hasta que se encontró flanqueado por una gran pared. Estuvo quieto un momento largo, mientras tanteaba la nueva superficie. Aguardó un tiempo más, escogiendo el momento preciso. Un paso, un ligero tacto a la distancia con sus apéndices, respirar, fluir, sentir el mundo vibrar.

Otro paso cuidadoso, en el que descubrió una brecha entre una superficie y otra, por donde podía caerse, y lentamente ganó la horizontalidad del nuevo terreno. Era más oscuro, pero igual brillaba. R casi podía ver su tercer ojo reflejado en la planicie lisa y radiante, sin orificios ni rugosidades, sin grasas ni fluidos, aunque se percibía un ligero aroma a almidones en el aire, como si fuese el eterno rastro de una provisión que ya no estaba, pero había estado. Caminó. Algunos pasos más adelante encontró obstáculos; elevaciones circulares, duras, rodeadas de fosas de escasa profundidad. El aroma a almidones se hizo más intenso. Las sorteó sin peligro, hasta que lo detuvo el final del trayecto. La superficie presentaba una caída vertical de considerable altura. Estaba oscuro allí abajo. Descendió cuidadosamente, reconociendo obstáculos, orificios y bordes.

El suelo del fondo era igualmente frío y liso. Un goteo lento y lejano marcaba el paso del tiempo en la inmensidad. Había muy poca luz. Algo más que en la grieta, pero escasa. Las sombras se extendían por una gran distancia, hasta que comenzaba, a lo lejos, un resplandor amarillento.

El silencio, solo quebrado por débiles rugidos y el acompasado repiqueteo de las gotas de agua, adormeció a R. Se balanceó despacio sobre su cuerpo, fluyendo mansamente, percibiendo el aire, la tierra, el suelo; oyendo, a lo lejos, las reminiscencias de lo que podría ser el universo. Un enjambre gigantesco, hasta donde no era posible ver, lleno de colonias habitando grietas, produciendo un sonido que confundía a una especie con otra, vibrando todas al unísono, dando lugar a una única y perfecta vibración. Acaso sería eso.

Un ruido agudo y potente, que nunca había escuchado, alteró sus sentidos. Hubo un breve silencio y el sonido se repitió. Otro silencio y otra vez el sonido. La tranquilidad del interior se había roto, bruscamente, con ese horrible estruendo. Entonces el suelo transmitió un gran temblor, y R se paralizó.

Huir. Correr. Buscar un rincón, la oscuridad. No, quieto. No pensar, no fluir, no sentir. Morirse de pronto y permanecer así, envuelto en el manto protector de la muerte.

Los sonidos y los temblores siguieron un tiempo, y cuando finalmente pararon, continuó sonando una serie de modulaciones que endulzaron el aire frío. C levantó el tubo del teléfono desanimado. Esperaba el llamado, pero a la vez sabía qué significaba. La voz le hizo la pregunta esperada.

—No, no fui —contestó—. Y no voy a ir.

En el parlante se escuchó una nueva inquietud, algo impaciente.

—Porque no… Quiero evitarlos, a todos ellos. Hace tiempo que me desprendí de esa gente y no quiero tener que verlos por un muerto —dijo C.

Nuevamente, el teléfono insistió en su oído.

—¿Qué querés que les diga? —cuestionó—. Hola, sí, era un buen tipo… sí, era un buen tipo. ¿Y vos cómo estás? Bien, ¿y vos cómo estás?, bien… y continúa así, eternamente, porque no tenemos nada, absolutamente nada para decirnos. Es hipócrita. Y estoy seguro de que a ellos tampoco les importa saber de mí.

Se convenció de haber dado un buen argumento, pero necesitó fundamentar un poco más, porque la voz del otro lado no sonaba muy convencida.

—Además… ya es muy tarde. Mañana me levanto temprano —agregó.

Esta vez, sí, parecía haber finalizado la discusión. La voz cambió el tono y abandonó el tema, pero continuó haciendo preguntas.

—No, no —respondió C—. Te dije, es tarde… creo que voy a ir a comer algo a Gardel.

C echó un suspiro. No por fastidio, su voz le hacía bien, pero a la vez, no quería hablarle, en verdad no quería hablar con nadie que tuviera sentido de la responsabilidad.

—Nada, no estuve haciendo nada, ¿está bien? —dijo.

El teléfono fue más cálido al despedirse, pero él mantuvo cierta dureza.

—Entonces… no venís. ¿Cuándo… si puedo saber? Está bien. Te veo entonces. Un beso.

Después colgó. El malhumor se empezó a disipar cuando se puso el saco y encontró una buena cantidad de dinero en un bolsillo. Podría decirse que sonreía mientras aguardaba el ascensor. Los tres pisos pasaron rápido y en veinte pasos estuvo en la calle.

Qué ridícula es la muerte, pensó. Y cuánto más ridículas todas las ceremonias que hacemos de ella, agregó en voz alta mientras llegaba a la esquina.

Era una fresca noche de primavera recién comenzada. Agradable, con algunas nubes en el cielo y bastante humedad en el aire. Gardel estaba en la esquina de Entre Ríos e Independencia, a dos cuadras de su edificio. Ya casi no había gente, y tampoco se veían pasar muchos autos, aunque ambas eran avenidas.

Se sentó en su mesa preferida, a pesar de que una maestra de lengua se burló de él una vez, cuando en una clase dijo que se sentaba en la mesa, y ella “a la mesa”, corrigió, y luego, buscando la complicidad del resto de los chicos de 10 años, dijo: “a no ser que usted se siente sobre la mesa”, y todos los demás rieron.

El lugar elegido estaba a unos dos metros de la barra, la cual recorría todo el ancho del local, y lo cortaba dejando tres cuartos para el salón y uno para el mostrador y todo lo que va detrás, incluyendo a las personas que trabajan en un restaurante. Detrás de la gran caja registradora estaba Fanta, con su camisa blanca de mangas cortas, con sus ojos pequeños y esos lentes que parecían pegados a la punta de su nariz. Siempre con la vista en los números de la caja.

—Buenas noches —saludó C mientras tomaba asiento.

—Buenas —contestó el hombre, apenas murmurando y sin levantar la vista.

Le gustaba esa ubicación porque desde allí contemplaba todo el lugar. A su izquierda tenía una excelente vista de la avenida Independencia, a través del amplio ventanal, que era igual a todos los que circundaban el salón. A sus espaldas había una mesita donde los mozos dejaban siempre los diarios del día. Tomó uno al azar y leyó los titulares.

Vicentes, uno de los mozos, comía arroz con pollo a tres mesas de distancia. Comía velozmente, encorvado sobre el plato y moviendo los codos como si remara. Cuando vio a C, soltó los cubiertos y llamó a Ramsés con un grito. Un cliente sentado en el fondo del salón buscó con la mirada el origen de ese grito cascado.

—¡Ramsés! —insistió Vicentes, y volvió a su plato. C retomó la lectura y Fanta tecleó algunos botones en su caja registradora. Menos de un minuto después, Vicentes dejó su comida y, limpiándose en los pantalones, se acercó a la mesa de C.

—Es un poco tarde para cenar —le dijo.

—Sí, es cierto —concedió—. Es que murió una persona.

—¿Un familiar?

—No. Un viejo amigo. En realidad, hacía tiempo que no lo veía, pero había sido un buen amigo. Lo fue un tiempo, al menos.

—¿Lo están velando ahora? —preguntó Vicentes.

—Sí, claro, ahora.

—Bueno. Lo siento.

—Sí…

Ramsés apareció desde atrás, secándose las manos con un repasador que llevaba siempre colgado de la cintura. Era joven, alto y parecía estar siempre entusiasmado.

—¡Vicentes, termine su cena! ¡Este hombre!

—Ah, ya está, pibe, ya está. No estabas por ningún lado vos y… bueno.

—Pero si ya terminó su horario, por favor, coma. Yo no entiendo cómo tiene ganas de seguir trabajando fuera de hora. ¿Qué va a hacer ahora que se va de vacaciones? ¿Va a venir a trabajar?

—Es que éste, a la hora que viene…

Ramsés reparó en C.

—¿Qué le pasó, señor C, señor?

—Tuvo un velorio —dijo Vicentes.

—No, en realidad no fui…

—Ah… lo siento mucho —dijo Ramsés consternado—. ¿Un familiar?

—Un viejo amigo, al que hacía tiempo que no veía —se adelantó Vicentes.

—Sí, eso —asintió C.

—Lo siento mucho.

—¿Va a comer? —preguntó Vicentes.

—Eh, sí. Me gustaría una tarta, como la que me sirvieron la última vez, esa que viene con huevo y pollo y queso y no sé qué…

—¿La imperial?

—Sí, creo que sí.

—Una porción imperial. ¿Para beber?

—Vino, una copa.

—Una copa de vino de la casa.

—¿Algo más? —irrumpió Ramsés. C miró a ambos y dijo:

—No, nada más, por ahora.

Ramsés corrió hacia la ventana de la cocina, para hacer la orden.

—Este pibe, siempre tarde y después tiene que correr —dijo Vicentes. Un cliente se acercó a la barra y pagó su cuenta en la caja. Cuando salió, la brisa de la noche renovó el aire del lugar.

—¿Así que vacaciones? —preguntó C.

—Yo no quería, pero el señor Fanta me insistió. Dice que si no me va a deber mucho y que tengo que descansar. Yo no sé por qué lo dice, no estoy cansado de nada.

—Hace ocho años que trabaja acá y nunca se tomó vacaciones. Cuando se vaya no va a saber qué hacer —dijo Ramsés, regresando.

—Son nueve años —corrigió Vicentes con tono áspero—. Y no me importan las vacaciones. No las necesito. Soy un cristiano que trabaja desde que era así de chiquito. No le tengo miedo al trabajo. El trabajo dignifica al hombre —dijo. Luego sacó un peine pequeño de un bolsillo y se peinó, ayudándose con la otra mano. Su pelo era bien negro, demasiado negro para la edad que aparentaba. Tan negro era, que ya no era negro, sino azul.

—Sí —confirmó Ramsés, con soltura—, pero las vacaciones alegran al hombre, despejan al hombre. ¿No es cierto señor C, señor?

—Sí, claro —dijo C—. Además, las vacaciones son un derecho del que trabaja. ¿Sabía eso, Vicentes?

C volteó hacia atrás. Fanta seguía sumergido en su máquina registradora. En un tono más bajo, Ramsés reforzó lo que se había dicho.

—Sí, es cierto, todos los trabajadores tenemos que tener vacaciones. Y… y… además, no todos los trabajos son iguales, Vicentes. Es decir, está bien eso de que el trabajo dignifica, pero no es lo mismo cualquier trabajo. ¿No es cierto, señor C, señor?

C dudó.

—No sé, Ramsés —reflexionó—. Supongo que cualquier trabajo honesto es bueno.

—¡Sí señor! —se enderezó Vicentes.

Ramsés habló con la mirada perdida en el cielo raso, estrujando el repasador en sus manos.

—No es verdad —contradijo—. A mí me gustaría un buen trabajo. Uno como el suyo.

C sonrió amargamente.

—El mío no es un buen trabajo, Ramsés.

—¿Qué no? Es perfecto. Escribe libros —dijo el joven, sin bajar del techo. C suspiró largamente.

—Yo no escribo libros, Ramsés. Corrijo libros que ya están escritos.

—Bueno, pero está en contacto con libros. Es casi como si los escribiera. Debe ser fascinante.

—Son libros horribles, te lo juro.

—Y además, tiene la posibilidad de escribir su propio libro, porque ya trabaja ahí, ¿entiende? Y debe ganar un buen sueldo.

—Ciertamente, no —dijo C—. No debo ganar mucho más de lo que te pagan a vos por ser mozo en Gardel.

—Me pagan 600 pesos —dijo Ramsés.

C no respondió. Su sueldo no era bueno, pero sin duda superaba ampliamente al de Ramsés.

—Debés hacer buena diferencia con las propinas —agregó no muy convencido.

—Con furia, ciento cincuenta pesos más —dijo el mozo—. No… un trabajo como el suyo… tiene otro futuro. Usted siempre va a poder aspirar a que le paguen más y a que le den una tarea mejor, porque no tiene un techo, como aquí. En este trabajo, yo no puedo pretender más que ser mozo. Va a pasar el tiempo y no voy a dejar de ser mozo, más viejo, más canchero con la bandeja, pero siempre mozo. Eso es horrible —concluyó.

Fanta levantó la vista y habló por encima de su caja registradora:

—Afuera hay mil pendejos que están en la cola para ocupar tu lugar —dijo.

—Señor Fanta, señor —replicó Ramsés angustiado—, me gusta Gardel, está bien el trabajo, no tengo nada en contra. Es solo que… —bajó la voz, como si terminara la frase para sí mismo, Fanta ya no escuchaba de todos modos—, es solo que me gustaría pensar en otro futuro.

Vicentes, que había estado escuchando sin proferir un solo monosílabo, dijo:

—Llegó la hora del pibe soñador, no me quedo a escuchar esta vez, me voooyy —y desapareció.

—¡Bah…! —rezongó Ramsés y pensó que quizá no fuera para tanto.

El hombre de pelo azul apareció cerca de su mesa y comenzó a levantar todo lo que había dejado, con un aire ceremonial, que a fin de cuentas hacía notar qué hora era. Los demás lo contemplaron en silencio.

—¿No va a terminar la comida? —preguntó C.

—Ya está fría —respondió Vicentes.

Fanta volvió a la registradora.

¡Pling!

—Vicentes… yo lo junto —dijo Ramsés—. Váyase, es tarde.

—Vos traele la comida a tu amigo, que ya está lista —contestó el otro, que era mucho más viejo. Era cierto, el cocinero había dado aviso por la ventana en el extremo de la barra. Ramsés fue a buscar el plato y en el trayecto levantó la copa de vino que estaba sobre la barra, al lado de la caja. Llevó el pedido a la mesa de C y lo dejó con una reverencia. Después fue hasta la mesa de Vicentes y lo ayudó a levantarla. Murmuraron algunas palabras entre ellos. El viejo parecía estar siempre de mal humor, aun cuando hablaba de cosas positivas.

C los observó mientras comía. Algo de lo que decía Ramsés podía ser verdad, aunque sonaba como un mero enunciado imposible de concretar.

El más joven quedó solo, recogiendo los últimos residuos de la mesa. Unos minutos después, Vicentes salió de una puerta, al lado de la cocina. Ya no vestía la ropa de mozo, sino que llevaba un pantalón de jean viejo con las botamangas dobladas hacia adentro, una camisa celeste y una camperita de gimnasia color azul. Llevaba también un bolso negro colgado sobre el hombro. Ramsés lo acompañó hasta la puerta que salía a Independencia y lo despidió con tres golpecitos en la espalda.

—Vamos, vamos, que ya sólo le quedan cuatro días —le dijo.

—Me quedan cinco, porque el domingo vengo a trabajar —respondió Vicentes y se fue caminando por la avenida.

—Este viejo… —soltó Ramsés, meneando la cabeza.

Todo el lugar estaba iluminado por una clara refulgencia amarilla. Arriba, en las paredes, colgaban cuadros con marcos de madera lustrada. En todos ellos estaba Gardel. Fotografiado, pintado, entre viñetas. Cada cuadro tenía luz propia.

En la esquina, un televisor irradiaba noticias sin sonido. En cambio, flotaba en el ambiente una música blanda, repetitiva y a muy bajo volumen, casi inaudible.

El último cliente se despidió con un cabeceo silencioso. Ramsés tuvo que acompañarlo hasta la puerta cercana a donde estaba C, y abrir el cerrojo para dejarlo salir. Después de acabar la cena, C bebió unos cuantos sorbos de su vino. El espíritu poderoso infló sus mejillas. Sostuvo la copa en su mano, y observó el oscuro líquido y las figuras que forma la luz cuando penetra en él.

Ramsés se reposó en el escobillón que llevaba.

—Está triste por lo de su amigo, ¿no?

C terminó de vaciar su copa.

—Estaba trabajando, esta tarde, y me llamaron por teléfono. “¿Habla C?”, preguntaron. “Sí”, dije. “¿Qué tal, soy fulano”, me dijo el tipo, porque no es necesario que mencione su nombre. “Ah, sí, sí, qué tal”, le dije. Apenas me daba cuenta de quién era. “Te quería avisar que murió Joanes”, dijo. “¡Qué!”, me quedé mudo, ¿entendés?

—Claro.

—Me repite, “se murió Joanes”. “¡Qué! ¡Cómo! No entiendo. No entiendo, no puede ser, qué le pasó”, digo. La gente no se muere de repente, así porque sí.

—Seguro.

—“Tenía cáncer”, me dice. “¡Cáncer! Yo… no sabía, no sabía nada”. “Hace dos años que estaba luchando, pero no pudo…” Te das cuenta, Ramsés, ni siquiera sabía que estaba enfermo. Podían haber avisado…

—Tiene razón señor C, señor. Lo lamento.

—Está bien. Ya está. Nada va a cambiar lo que pasó. Nada que haga va a cambiar algo, ¿no te parece? Ir a ver un cadáver en un cajón… eso no sirve para nada.

Ramsés no contestó. El rugido de un colectivo inundó el salón. Duró unos segundos hasta que se perdió en la lejanía.

—Te gustan los libros —dijo C.

—Sí, mucho. Estoy leyendo un buen libro, ahora. Lo tengo justo aquí —corrió a buscarlo—. Este es —dijo y se lo dio a C.

—Es un buen libro.

—Ojalá pudiera escribir un buen libro, pero el tiempo se me está yendo.

C recuperó la sonrisa de golpe. La espontaneidad del joven era simpática aún en esa hora en que todo cuesta más.

—Vamos, Ramsés, sos un pibe todavía. ¿Qué edad tenés?

—Veinticuatro.

C volvió a suspirar, pero efusivamente.

—Qué hermosa edad.

—¿Sabía que el libro “Ojos de perro azul” tiene cuentos que García Márquez escribió cuando tenía veinticuatro años? —preguntó Ramsés.

—Sabía.

—Son cuentos excelentes.

—Así es.

—Quisiera poder escribirlos.

—¿Lo intentaste?

—Es difícil…

—Ya lo creo…

—Señor C, señor —dijo Ramsés—. ¿Usted cuántos años tiene?

—Tengo treinta y cinco —respondió, y luego agregó—: eso es que se te vaya el tiempo.

—Bueno —reflexionó Ramsés—, no es tanto.

C lo miró intrigado, pero se relajó.

—Gracias, Ramsés, quizá tengas razón, qué se yo…

Fanta tecleó el último dígito de la noche y la caja dejó oír un ruidoso cling de despedida.

—¡Se cierra!

C pagó la cuenta y esparció unas monedas encima de la mesa. No había advertido que Ramsés lo estaba observando. Cuando lo vio, el joven se volteó rápido y siguió barriendo el piso. C dejó una moneda más.

Caminó por Independencia hasta Solís, cruzando el garaje, la fábrica de pastas, la parrilla, la mercería, el kiosco, la casa de sanitarios, el puesto de diarios, la farmacia. Solís permanecía oscura y sucia, y en la puerta de algunos edificios asomaban los travestis nocturnos.

A la mañana siguiente se quedó dormido y tuvo que salir corriendo, sin desayunar, porque el jefe lo esperaba temprano. De todas maneras, llegó tarde.

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