«Preguntábamos de niños si valía la pena esa guerra»

Publicado en Tiempo Argentino 17/07/2016 Ir al sitio

Boyanovsky Bazán
@boyanovskybazan

Aunque hayan pasado 80 años desde el inicio de la Guerra Civil Española, el 17 de julio de 1936, los crudos recuerdos de un conflicto entre compatriotas nunca se borrarán de la memoria. A sus vitales 82, Benjamín García-Holgado todavía busca responderse una pregunta que se hacía junto con sus pequeños amigos, allí en Andalucía, territorio de los Republicanos, mientras caían las bombas y los milicianos partían para ya no volver: si esa guerra merecía la pena. De pronto parece regresar a esos años, a esa foto blanco y negro donde se lo ve sentadito en una terraza inundada de sol, en Cazorla, provincia de Jaén, con pantaloncitos y una remera blanca ceñida al cuerpo, y parece ver a su hermano Vicente, por última vez, que con 23 años combatía en el bando de “los rojos”. Esa tarde Benjamín tuvo una premonición. Su hermano lo saludó desde lejos agitando los brazos, y ese gesto le imprimió la certeza de que nunca más iba a verlo. Y así fue. La única vez que volvió a tener una sensación similar fue la última vez que vio a su padre. Vicente (p) era un Republicano ferviente que el franquismo tuvo preso durante años, hasta que lo liberó en 1946. Una tarde cayó misteriosamente por el hueco de una escalera del Palacio de Correos adonde había llevado una documentación. “Dijeron que se suicidó, pero creemos que lo mataron, sabemos que lo atacaron dos”, afirmará Benjamín ante Tiempo Argentino. Esos recuerdos lo emocionan como si los reviviera al contarlos.
“La primera vez que sentí lo que es un bombardeo fue en el sótano de la casa de una tía mía. El primer día estábamos todos con miedo. Y los chicos nos dimos cuenta de que a medida que iban cayendo las bombas, determinábamos la proximidad a partir de cómo se movían los cimientos. A los dos días ya estábamos jugando al fútbol en el sótano, en medio de toda la gente que había”, cuenta y se ríe.
“La gente mayor se cree que los chicos no se dan cuenta. Todos los chicos nos damos cuenta. ¿Por qué? Somos brujos. Nos damos cuenta cuando falta alguien y sabemos que no va a venir más, y es un desgarro muy fuerte. Eso se vive en las entrañas mismas de uno. ¿Sabes por qué? Porque teniendo esa edad, todos nos preguntábamos si la guerra merecía la pena”, confirma.
García-Holgado recuerda su infancia de posguerra cuando era discriminado por “rojo”, un estigma que llevaba con orgullo, tanto que se negó a afiliarse a la Falange. Su familia regresó a Madrid, aunque el padre estuvo unos años desterrado en San Sebastián tras ser liberado. Junto a su madre Mauricia, sus hermanas Dora y Luisa, esta última ya instalada, Benjamín emigró a la Argentina en 1949, diez años después de finalizada la guerra civil. No fue uno de los miles de “niños de la guerra” que llegaron en los primeros años, aunque engrosó esa colectividad que se afincó en el país y lo tomó como propio. Aquí trabajó, estudió y se recibió de abogado especializado en Derecho Constitucional y Filosofía del Derecho. A los 21 años se nacionalizó argentino. Su hija, Inés, es querellante contra el franquismo por los crímenes de los tíos de Benjamín, causa que por el principio de Justicia Universal inició la jueza argentina María Servini de Cubría. Elías García-Holgado era alcalde de pueblo. “Fue acusado por haber puesto en subasta la imagen de la Virgen. Antes de matarlo le hicieron comer un plato de mierda y después lo fusilaron”, cuenta Benjamín y pide que no se olvide ese detalle escabroso. “A Luis lo mataron por masón. Lo fusilaron y apedrearon su cadáver. Lo enterraron verticalmente, con los pies al aire”.
Para este hombre que dice amar la vida y que por primera vez habla de su historia ante un medio, el oscuro legado del franquismo todavía opera en la sociedad española. “Consiguió lo que se propuso, despolitizar a la sociedad”, dice. En el final de la entrevista, en su departamento de la calle Uriburu, retomará aquella pregunta que se hacía de chico, y vuelve a un recuerdo imborrable de su padre que lo hará quebrarse. “Lo que a mí al final me asqueó fue el día que lo acompañé a la comisaría donde cada 15 días tenía que presentarse después de que lo liberaron. Me tuve que quedar afuera pero la puerta quedaba abierta. Y vi a ese pobre hombre, que medía un metro ochenta, encorvado, no vencido, encorvado, firmando un papel, frente a un hijo de puta con un sello… ¿para eso es una guerra civil?”

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