Publicado en Caras y Caretas

Por Boyanovsky Bazán
@hachebbazan

Se podría decir, con cierto sarcasmo borgeano, que hay mucha literatura en la filosofía de Borges. Porque, en definitiva, qué es la literatura sino una forma de filosofía. Y en Borges, ese Borges amante de la Grecia clásica, ese animal de las letras encerrado en la libertad inconmensurable de su biblioteca –que también con sarcasmo retratara Eco en El nombre de la rosa–, derrama en su obra las piezas de un rompecabezas filosófico que se va armando, párrafo a párrafo, cuento a cuento.

Las referencias son tantas que parecen escurrirse ante el intento de una brevísima compilación. Ya que no solo encontramos filosofía en su carácter histórico, porque, ¿qué es acaso Historia de la eternidad sino un ensayo de historia de la filosofía? Desde el inicio, el autor nos habla de las Enéadas, la obra de Plotino, ese neoplatónico del siglo III que habla del ascenso del alma y abre la puerta al concepto de Trinidad de los cristianos. De las Formas de Platón, con las que el ateniense se representaba la idealización inmaterial de todo lo que existe, que Borges dice haber mal comparado con “inmóviles piezas de museo” y que leyendo a Schopenhauer y a Erígena comprendió “que estas son vivas, poderosas y orgánicas”. El primer párrafo hace referencia a los hexámetros de Parménides, la métrica con que ese filósofo presocrático dejó plasmado su revelador poema. Y cita: “No ha sido nunca ni será, porque es”, que no es otra cosa que la definición primera del Ser y su ubicación en el tiempo.

En la cuestión sobre el tiempo y el espacio se meterá Borges con angustiante obsesión. “El movimiento –dice nuestro autor– ocupación de sitios distintos en instantes distintos, es inconcebible sin tiempo”. Un debate que consumió las mentes de los filósofos de la modernidad como a los clásicos.

“Leemos en el Timeo de Platón que el tiempo es una imagen móvil de la eternidad”, despliega ya metiéndose en el relato que continuará en una marea de citas y referencias a todos los grandes nombres de la historia de la filosofía, de Sócrates a San Agustín, de Marco Aurelio y el Dante a Schopenhauer, a quien cita: “Una infinita duración ha precedido a mi nacimiento, ¿qué fui yo mientras tanto? Metafísicamente podría quizá contestarme: yo siempre he sido yo; es decir, cuantos dijeron yo durante ese tiempo, o eran otros que yo”.

De Arthur Schopenhauer se dirá que fue una enorme influencia que contaminó con su “pesimismo” toda su obra. Él mismo llegaría a decir que el alemán es “el filósofo” y quien más claramente lo gró expresar “con palabras humanas” los enigmas del universo. A él dedica cuentos y poemas, como también se los dedica a Spinoza y a Heráclito.

En “El Golem”, el verso de apertura no solo refiere, por “el griego”, a Platón: “Si (como afirma el griego en el Cratilo) / el nombre es arquetipo de la cosa / en las letras de ‘rosa’ está la rosa / y todo el Nilo en la palabra ‘Nilo’”. Toda la estrofa nos remite a la disputa sobre los nombres que incomodaba a Platón ante su adversario Antístenes, y más tarde dividió a los medievales entre realistas y nominalistas.

LA MEMORIA

El archimentado “Funes el memorioso” es una fuente de inspiración filosófica casi tan amplia como los recuerdos de este peculiar joven prisionero de su propia memoria. En un mismo relato, Borges menciona a Locke y sus nociones lingüísticas, las ideas platónicas, y por extensión el debate sobre los universales, que plantearía su discípulo, Aristóteles, al decir que Funes era incapaz de asimilar conceptos generales, solo particulares. De esa manera también atraviesa el dilema acerca del conocimiento, que tan denodadamente analizaron los clásicos. En Funes, no hay conocimiento posible porque su espíritu no puede aferrarse a ningún concepto, no hay punto fijo, como propondría Descartes como base de partida hacia algo “cierto e indubitable”, en su apelación al punto fijo y firme que pedía Arquímedes como único instrumento necesario para mover el mundo. “Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras”, confiesa el pobre Irineo Funes. En su cognición incompleta, todo es dinámico. Todo fluye, como el río de Heráclito, pero sin lo inmutable de su lecho, que produce el equilibrio entre dos fuerzas majestuosas.

Funes, abarcando con su mirada fugaz la totalidad de “vástagos y racimos y frutos que comprende una parra”, se vuelve la representación de la insignificancia humana ante la incomprensible infinitud del universo. Como el Aleph, oculto en el rincón del sótano de una casona del barrio Constitución de Buenos Aires, conteniéndolo todo a un tiempo, pasado, presente y futuro, inefable, eterno, inengendrado e incorruptible como el Ser parmenídeo. “En ese instante gigantesco, he visto millones de actos deleitables o troces; ninguno me asombró como el hecho de que todos ocuparan el mismo punto, sin super posición y sin transparencia. Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es”, nos relata Borges.

Si, como dice Darío Sztajnszrajber, cualquier escrito literario que pretenda distender el orden establecido se preciará de asumir una empresa filosófica, los de Borges están destinados a producir esa ruptura. Ese patear el tablero en la desconsolada búsqueda de una verdad que se sabe imposible, ajena e incomprensible. Una búsqueda que se ofrece como un sopapo a lo conocido y aceptado, como la muerte del Minotauro desde una perspectiva jamás pensada en “La casa de Asterión”. O el Dios que encarna, no en Jesucristo, sino en el apóstol traidor, del blasfemo “Tres versiones de Judas”.

En fin, son tantas referencias, citas y problemas filosóficos que no alcanza uno ni cien artículos para abordarlos. No solo eso, muchos están ahí, ocultos detrás de las palabras y se requeriría varias relecturas y un inmenso estudio y abordaje de textos complementarios. Una vida. Como si el propio Borges, consciente o inconscientemente, nos hubiera encomendado recorrer el extenso camino del dialéctico, para Platón el verdadero filósofo, o seguir los lineamientos del maestro Sócrates, en que la filosofía es la preparación para atravesar plenamente toda la vida. De principio a fin.

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